Llego a casa y ni bien entro, tú te acercas a revisar las bolsas de compras. Sabes muy bien que he comprado eso que tanto te gusta.
Sé que amas las mandarinas, te vuelves como un niño pequeño cuando le dan un premio y yo amo ver la emoción en tu rostro.
Las encuentras y tarareas una melodía para hacerme saber que estás feliz.
Muestras tus dientes blancos mientras sonríes y te devuelvo la sonrisa cuando chocamos las mandarinas como si de copas de vino se trataran. Quizás nuestras formas de celebrar son diferentes al del resto, pero así nos entendemos y nos gusta.
A veces no necesitamos hablar mucho, solo disfrutamos de la compañía del otro mientras trabajamos en nuestros proyectos por separado, pero compartiendo el mismo plato de mandarinas, una que otra vez nuestros dedos se rozan al intentar tomar una y nosotros solo sonreímos como dos adolescentes enamorados.
Esta noche regresé a casa con la compra de la semana y al entrar esperé a que vinieras, pero no sucedió, el silenció invadió el lugar y supe que no estabas más aquí.
Me quedo parada en el umbral de la cocina y aunque todo está vacío, yo sigo viéndote ahí, imagino que me sonríes y tarareas feliz mientras comes una mandarina.
Algunos días tengo la esperanza de que aparecerás y que todo será como antes.
Desearía que nunca nos hubiéramos separado, que nunca te hubiera dicho esas palabras ni que tú hubieras respondido como lo hiciste. Ese día, fue como una tormenta llena de emociones que no pudimos controlar y nos terminó llevando lejos. Cuando me di cuenta, vi tu silueta marcharse de casa. ¿Con quién compartiré las mandarinas? Si tú ya te has ido y no tienes fecha de regreso.
Cada día ruego al cielo que estés bien donde te encuentres y si algún día decides volver, me encuentres aquí.
Nunca te lo dije, pero yo no comía mandarinas antes de conocerte, sin embargo contigo lo hice porque verte sonreír me hacía feliz.
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